Una apasionante y aterradora historia folk horror en la Galicia profunda.
La periodista y divulgadora Natalia Monje elige para su primera novela una trama antropológica con toques de folk horror, sobre la construcción del enemigo y del miedo, y la manera en que eso se perpetúa en prácticas oscuras que, aunque parecen desaparecidas, pueden reactivarse con un pequeño cambio. Su protagonista es una investigadora que se topa en una aldea de la Galicia rural con la terrible muerte de una mujer embarazada, aparentemente atacada por un buey. Lo que parece un accidente toma un sesgo más siniestro cuando resulta que el cadáver del feto no aparece por ninguna parte. Se plantea así una reflexión en forma de apasionante novela sobre las mentalidades, sobre cómo se crean los mitos, se deforman y perduran disfrazados a través de los siglos.
Tras el éxito de As bestas y la enorme repercusión alcanzada por Tanxugueiras, está más vivo que nunca en el lector el interés por el mundo rural y sus contradicciones, así como por rescatar el folklore en todas sus formas. Los santos salvajes superará con creces todas sus expectativas...
La novela presenta una trama absolutamente original, en la que, desde la Galicia contemporánea, se propone al lector un viaje al pasado en el que es fundamental la pervivencia de los mitos y las tradiciones ancestrales.
La fotografía. Una foto en blanco y negro, antigua, a grano grueso, tomada dentro del juego violento de una celebración rural. En primer plano, un hombre enmascarado corre dejando un borrón de cencerros y pellejo de animal. Lo han retratado a velocidad lenta, en pleno salto, y la mitad de su cuerpo y de la máscara de madera que le cubre el rostro salen fuera del cuadro, un brazo extendido, un pie en el aire. El armazón parece un antepasado tosco del cigarrón, coronado con una estela larga de cintas. Detrás de él, en medio de un camino embarrado bordeado de casas de piedra, otros personajes avanzan hacia la cámara, manchas escuetas vestidas de Entroido, que agitan sus mazos, o quizás son tenazas, en las manos. Al moverse, levantan en el aire a tres gallinas asustadas. A la derecha, camuflada casi por completo en la oscuridad de una puerta partida, una niña observa al enmascarado con terror y fijeza. A Flora le recuerda a aquellas espantosas imágenes de ella y su hermano con los payasos del circo, llorando, porque le daban miedo. Tras la fotografía, escritos a pluma en una caligrafía apresurada que Flora no reconocía, los datos: «Randín, 1949».
La máscara. Tallada con rasgos humanos, de bestia humana, en realidad. Mentón puntiagudo y mordaz. Enorme sonrisa conteniendo apenas la hilera de dientes afilados que quieren salirse de la boca, tan ambivalente, entre sardónica y perversa. Nariz larguísima, triangular, estrecha como la aleta de un tiburón. Cejas finas, exageradas. En las mejillas, restos de dos brochazos de rubor caen bajo los ojos, almendras perfectas bordeadas por un ribete blanco. Le falta la mitra, pero no hay duda; es una máscara de entroido, como las de A Xironda, como las de los zarramoncalleiros de Cualedro, como la del cigarrón. Pero es completamente distinta a eso. Es una máscara duplicada. Representa dos caras unidas, que se funden desde la sien hasta las mejillas para separarse más abajo en dos puntas, dos barbillas. Los ojos son extraños: en cada uno de los rostros, el que se sitúa hacia el interior de la máscara está hueco, y el más cercano al borde está pintado de forma que parece cerrado, un párpado de color carne con cinco pestañas negras por abajo. Mariña le da la vuelta: por dentro, la madera está vaciada para acomodarse a una sola cabeza. Aún permanece la pátina de grasa, oscura y brillante, que ha dejado el roce de la nariz y las mejillas de quienes la han llevado. No son dos máscaras pegadas, está hecha de una pieza, diseñada para que la porte una persona. Aquí hay algo feroz, que, sin ser realista, resulta más real que la expresión grotesca del cigarrón, aunque no es fácil de ver, aunque no sabe qué es.
El símbolo. Aparece en la pared de casa de los Fontes. También en una medalla que guarda Salvador, el hermano de Flora, y que esta descubre en Portugal durante su estancia en casa de su madre tras huir de Galicia al verse sobrepasada por su investigación. Lo lleva tatuado, también, Germinal, para no olvidar la pista que le dio su bisa cuando murió.
Los Baluros o Valuros fueron una comunidad o tribu de sacerdotes de origen precristiano de Balura o Baluria, en Terra Chá . Procedían de la ciudad de Veria, abrumados por una maldición divina bajo la laguna de Santa Cristina y desde allí se extendieron por el resto del país y fundaron numerosas Baloiras. Considerados secta o raza maldita.
Emitida el 18 de diciembre 2023 en "Calaix de llibres" en Radio Trinijove
Comments