El exitoso autor de literatura infantil y juvenil Roberto Santiago, que debutara en la literatura para adultos con el thriller judicial Ana, convertido en un fenómeno de ventas y adaptada a la televisión, da un paso adelante con esta gran novela ganadora del Premio Fernando Lara. La maestría demostrada en ese título anterior se confirma ahora con una trama compleja, trepidante, que a los mejores ingredientes del género negro añade un fondo social y moral que engrandece el relato.
La rebelión de los buenos va encabezada por una cita de Edmund Burke suficientemente explícita acerca de las intenciones del autor: «Para que el mal triunfe solo es necesario que los buenos no hagan nada». Esos buenos que deben actuar para impedir el triunfo del mal están representados en la novela por un inolvidable grupo de abogados/detectives que se enfrentan a una poderosa multinacional farmacéutica. El bufete/agencia de detectives lo componen Jeremías Abi; su segunda y sucesora, Trinidad Bardot; su imprescindible mano derecha, Dolores; los abogados junior Ana María y Jon; y Romano, un chiquillo recogido de la calle. No son unos personajes buenos, simples, blandos o de una pieza. Al contrario, son personajes complejos, llenos de contradicciones y, desde luego, bastante duros. Trabajan en Carabanchel Bajo, en un local modesto flanqueado por una casa de apuestas y un restaurante chino, y coronado por un rótulo luminoso.
A sus 49 años, Jeremías Abi, el jefe del grupo, es un hombre herido y talentoso, lleno de recovecos y de cicatrices en el alma y alguna en el cuerpo; alguien que, bajo su máscara de cinismo, ha recibido tantos golpes como el que más. Un posible retrato robot diría «que es rápido, que no tiene escrúpulos y que hace cualquier cosa con tal de ganar sus casos; también dicen que se acuesta con sus clientas». A Jeremías Abi se le tiene por el mesías de los necesitados, el apóstol de las causas perdidas, el azote del sistema judicial... y por alguien con la doble cara de la verdad: vendido al mejor postor de día y salvador de la humanidad de noche, como esos héroes legendarios de doble personalidad, el Zorro o Pimpinela Escarlata. En una ocasión, le abrió la cabeza a un juez con un ordenador portátil, a consecuencia de lo cual le retiraron la licencia de detective y le expulsaron del colegio de abogados. Recuperó la licencia, pero quedó relegado a casos menores. Sigue siendo uno de los mejores abogados de la ciudad, aunque metido en un tugurio bizarro, y un profesional enamorado de su trabajo, con el que disfruta en cada detalle como un artesano. Y según su ex, con la que tiene dos hijas, tiene tanto talento para sus casos, como carencia de él para las personas que están a su lado; además de ser hábil en utilizar a los demás, enmascarando sus propios intereses, o en conseguir que cada sacrificio que hace o aparenta hacer acabe resultando lo mejor para él. En alguna ocasión, ha usado a sus clientes para salirse con la suya con la excusa moral de que se lo tenían merecido.
Por su parte, Trinidad Bardot es una suerte de Lisbeth Salander a la española: bisexual, fuerte físicamente, expresidiaria con múltiples antecedentes (había sido «una delincuente juvenil reincidente que entraba y salía de centros de menores y prisiones»). Siempre ha buscado la justicia, estrellándose en el intento. Es una luchadora, suyos son algunos de los momentos más emotivos, y también más violentos, de la novela.
Como en algunas buenas novelas negras (por ejemplo, las del gran Donald Westlake), los protagonistas son gente común que, en su lucha contra enemigos mucho más poderosos, necesitan de todo su ingenio y su voluntad. Como ellos mismos dicen en algún momento, «somos pequeños, pero estamos juntos y mordemos juntos.»
Un día llega a un modesto despacho de Carabanchel la visita más inesperada: Fátima Montero, la segunda fortuna del país, dueña, junto con su marido, Niklaus Meyer, de la multinacional farmacéutica Montero-Meyer, un auténtico imperio repartido por medio mundo. Quiere que se investigue la relación de su marido con una joven –relación que no es una mera aventura, él mismo reconoce estar enamorado– y vengarse de semejante humillación. Fátima Montero es clara y contundente: «Quiero arruinarle la vida a mi marido. Quiero arrebatarle todo y humillarle públicamente. Quiero acabar con él. Quiero quedarme con todo lo que tiene, con la empresa, con las propiedades...». Está dispuesta a pagar una cantidad astronómica y necesita que tanto la investigación como la demanda subsiguiente (los abogados/detectives de Carabanchel cubren ambos campos) las lleve a cabo alguien totalmente ajeno a su empresa y su mundo. Por supuesto, las cosas no serán como parecen y las sorpresas y los giros se sucederán a un ritmo frenético sin dejar respirar al lector.
Como el caso es multimillonario y el bufete/agencia de detectives bordea la ruina, la tentación de aceptarlo es demasiado fuerte. El problema es que la empresa Montero Meyer tiene sobre sí condenas por daños causados con sus productos, procesos judiciales abiertos en varios países, rumores de sobornos para eludir unas y otras, supuestas tramas de corrupción no confirmadas... Por lo que aceptar el caso puede significar vender el alma al diablo y, aparentando ir por libre, convertirse en los lacayos de una mujer poderosa acostumbrada a salirse siempre con la suya. En una palabra, venderse al sistema y trabajar para los que manejan los hilos.
Pronto, entran en escena otros personajes que enriquecen y complican la trama. Como Javier Gaspar, miembro de la Fiscalía Anticorrupción y viejo conocido de Jeremías, que avisa a este de dos cosas: que el caso Montero-Meyer es algo que le viene muy grande («Fátima Montero es el epicentro de una enorme trama de corrupción y te está usando»); y, más importante si cabe, que un poderoso capo de un grupo mexicano-iraní de tráfico de armas (Poupiño Fajardo), al que Jeremías contribuyó a condenar, ha salido de la cárcel, está en Madrid con parte de su guardia pretoriana y puede ir a por él; de hecho, ya ha eliminado al policía infiltrado que declaró contra él y al que defendió Jeremías.
Lo que no sabe el fiscal es que el capo Fajardo posee documentación confidencial de la empresa de Fátima Montero y quiere hacerla llegar a la Fiscalía, a través de Jeremías, y a cambio de inmunidad. Jeremías tendrá que elegir entre traicionar a su clienta o darle un nuevo motivo al capo para eliminarle. Puesta en marcha la investigación, que es como «una partida de ajedrez sobre un tablero en llamas», los descubrimientos y los acontecimientos cambian constantemente la situación. Como el juego de los espías, en el que «todo el mundo sigue a todo el mundo», todos espían a todos: el grupo de abogados/detectives a Niklaus Meyer y a antiguos colaboradores de la empresa; Niklaus, a ellos; el capo Fajardo a Jeremías; la Fiscalía Anticorrupción, al capo y a Jeremías... Enseguida se desencadena una acción frenética, salpicada de violencia y asesinatos, tráfico de información, cambios de bando, traiciones, en la que se mezcla la vida privada de los personajes con los hechos del caso, y los distintos hilos argumentales van confluyendo.
Si la apariencia de La rebelión de los buenos es una trama absorbente, a la altura de los
mejores thrillers, el fondo es un asunto relevante, con implicaciones sociales, éticas y económicas, un asunto que periódicamente salta a los informativos, el negocio de las empresas farmacéuticas. Como el maestro Stieg Larsson, Roberto Santiago combina magistralmente ambos aspectos: el relato adictivo y el fondo social y moral.
La novela muestra los manejos de una empresa farmacéutica de ficción, que suenan inquietantemente verosímiles. Su actividad es un negocio que, como tal, solo busca beneficios, y su mercado es la salud de las personas; un negocio que «se basa en una cosa sola: cuantas más enfermedades, cuanta más desgracia ajena, cuanta más medicación, más ganan ellos». Usan la salud para ganar miles de millones. La batalla por los derechos industriales (las patentes) sobre los productos es una parte esencial del negocio farmacéutico, y una estrategia habitual consiste en aprovecharse de las inversiones públicas, poniendo dinero en la fase final de desarrollo de un nuevo producto prometedor (por ejemplo, una vacuna) y registrando la patente. «La trampa está en que el ochenta por ciento de la fase previa ya la había abonado el Estado. Por eso es un sinsentido que tengamos que pagar en las farmacias por un medicamento que ya hemos pagado previamente con nuestros impuestos durante su investigación en las universidades públicas. Ocurre todos los días y ningún Gobierno, absolutamente nadie, pide responsabilidades por ello. No sucede en ningún otro sector. Es escandaloso, pero nadie les para los pies».
La empresa de la novela, Montero-Meyer -«un organismo de dimensiones gigantescas con ramificaciones en todos los estamentos e instituciones, que realiza práticas mafiosas sin ningún reparo ni escrúpulo; lo único que los diferencia de la Cosa Nostra es que todo lo hacen a la luz del día, con el aplauso social generalizado»– llega a usar a nativos de un país del Tercer Mundo, Senegal, como cobayas humanas de nuevos fármacos en pruebas, aprovechándose de su pobreza y su ignorancia.
La rebelión de los buenos habla de los miles de millones que mueven los fármacos para combatir las tres enfermedades de nuestro tiempo (depresión, insomnio y ansiedad), un dinero que podría erradicar el hambre y la sequía del planeta para siempre. Habla de cómo, cuando no existían los ansiolíticos ni los antidepresivos, la gente no era más infeliz que ahora. Hoy hay más aparente bienestar, pero también más infelicidad, y las farmacéuticas nos prometen la felicidad si les entregamos el cuerpo... o el salario. Estamos alimentando una crisis (como ya ocurrió con la de los opiáceos) que nos estallará en las manos.
Un personaje del bufete/agencia, la eficiente Dolores, contrae una enfermedad que parece provocada, o empeorada, por un producto de Montero-Meyer. Entran en escena, incorporándose al grupo, el marido de Dolores, un buen tipo con problemas de alcoholismo; el padre de Jeremías, todo un carácter, una versión implacable del hijo, que «no argumentaba, te arrollaba», al que le han diagnosticado ELA, y Roy Mercader, un sintecho, damnificado en el pasado por un caso llevado por Jeremías.
Los cambios de lealtades y la batalla, no meramente legal, que se desencadena causan estragos entre los protagonistas, que quedan seriamente mermados física y económicamente. Hasta el punto de acabar componiendo un conjunto de héroes maltratados, que parecen salidos de un western de Howard Hawks: un inválido, un enfermo terminal, un alcohólico, un crío sin estudios; y a la cabeza de todos, una exconvicta furiosa.
La ruina que amenazaba al despacho al principio del relato deja de ser una amenaza y se convierte en realidad. Los protagonistas tienen que dejar el local de la agencia y recluirse amontonados en un pequeño piso, convirtiéndolo en un «refugio para enfermos y desheredados de la tierra en el que... lo siniestro y la muerte se mezclaban con lo cotidiano, y casi parecíamos personajes de un sainete tétrico», aunque a Mercader le parezca mejor que el albergue al que suele ir. Ahí viven y trabajan todos. «Quizá éramos demasiadas almas solitarias reunidas en pocos metros cuadrados». Dar forma a ese grupo le parece a Trinidad lo mejor que le ha pasado en la vida.
El último acto de la novela es, en sí mismo, un soberbio relato de género judicial en el que se adivina una muy solvente documentación jurídica por parte del autor. El caso Montero-Meyer se ventilará en un juicio con jurado. Y en esos casos «no ganaba quien tenía la razón, sino quien contaba la mejor historia». El juicio, que en cierto modo, constituye el clímax de la novela, contado con detalle, tensión, de manera totalmente realista, es trepidante.
En él destaca el abogado de Montero-Meyer, Adolfo Oriol de Villanueva, aristócrata, listo, manipulador, pagado de sí mismo, un triunfador que nunca ha perdido un caso. El juicio despierta interés internacional (Montero-Meyer tiene presencia en muchos países) y el Frankfurter Allgemeine titula un reportaje sobre el asunto «la rebelión de los buenos». Y se convierte en un tsunami social, un fenómeno que remueve conciencias y va sumando adeptos. Pero su resolución se presenta difícil. El brillante Oriol de Villanueva, además de mostrar la indiscutible cara positiva de las farmacéuticas, da la vuelta a la demanda, presentando a Jeremías, Trinidad y los demás, como meramente interesados en el dinero de la indemnización. Aceptar el acuerdo económico que se propone supone un agudo dilema para la justiciera Trinidad. El dinero puede resolver todos los problemas del bufete y el juicio puede estar perdido. Aceptarlo ¿significa desistir y mirar para otro lado, dar el brazo a torcer ante los poderosos? ¿O significa abandonar una batalla perdida sacando un beneficio muy necesario para todos? Y dar por perdida la batalla legal ¿no será uno de esos razonamientos que hacemos para convencernos de que lo justo es precisamente lo que nos conviene?
El magnífico tapiz que es La rebelión de los buenos está compuesto de numerosos hilos: en primer lugar, la trama y la intriga; el fondo moral y social, los sentimientos y la emoción que suscitan en el lector a través de las relaciones de los personajes; el subterráneo y muy eficaz sentido del humor, sobre todo en algunos diálogos, y la propia solidez de los personajes, tanto protagonistas como secundarios. Como thriller, tiene las características de las novelas negras modernas, la acción y la denuncia social, pero también la intriga de las novelas clásicas de enigma, el whodunit (quién lo hizo). Los sentimientos y las relaciones de los personajes son otra gran baza de la novela, que toca desde el maltrato machista sufrido por una de las protagonistas a las relaciones amorosas poco convencionales, como la del cincuentón Niklaus con una adolescente o la de Trinidad con Ana María: «Ella era una heterosexual de libro, para ella esto era un paréntesis, una aventura quizá. Pero nos entendíamos y nos cuidábamos. Había decidido no intentar analizarlo demasiado». O las complicadas relaciones entre padres e hijos: Jeremías con su padre y con sus hijas; Trinidad con sus padres.
Además de los protagonistas, La rebelión de los buenos cuenta con un conjunto de memorables secundarios, especialmente femeninos: Marta Praena, exempleada de Montero-Meyer, intolerante al agua, descarada. «Todo en ella resultaba excesivo». Estaba deshecha, alcohólica y «bajo su aspecto exacerbado, tenía una lucidez sorprendente». Elena del Valle, la abogada de Meyer, irresistible en su descaro y su locuacidad, como esos personajes teatrales con un parlamento corto pero inolvidable. Luna, la hija mayor de Jeremías, rebelde, decidida y con una marcada personalidad. África, la pizpireta y espabiladísima hija menor de Abi. Y Milagrosa Nguema, psicóloga brillante, hermosa, africana: «Era una luz inesperada y maravillosa en mi vida, pero, y esto es doloroso, no estaba enamorado de ella». Ella y Jeremías celebrarán una boda que los marcará por siempre: a ellos, a sus amigos, a la propia historia...
Entre las protagonistas, por supuesto Fátima Montero, una mujer hecha a sí misma, que ha librado muchas batallas tenebrosas, y de la que se duda si simplemente no ha jugado siempre limpio o ha perpetrado las barbaridades que muchos le achacan. Fátima Montero, cuyo principal pecado era su orgullo extremo. «Un orgullo de clase que le venía de cuna y que la hacía sentirse eximida de cumplir las normas que eran aplicables al resto de los mortales. Extremadamente exigente con los demás, indulgente consigo misma... Dirigía un imperio tan grande, con un poder tan desmedido, que se sentía injustamente tratada por el mundo si no le agradecían sus esfuerzos... Su enorme inteligencia era eclipsada parcialmente por sus heridas, por su arrogancia y por su tendencia a la grandilocuencia y la intensidad». Una máster del universo que trata de que los otros aparezcan como los interesados miembros de la comunidad negra de La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. En contraste con ella, su marido, Niklaus, se muestra como un ídolo con pies de barro.
Los personajes de la novela, ni siquiera los buenos, no son de una pieza, se mueven siempre en la zona de los grises, y ese es uno de los motores en la historia para mostrarnos de forma implícita un claro fondo moral. La tortuosa búsqueda de la justicia que vertebra la historia da lugar a una serie de consideraciones y reflexiones que se hacen los personajes. Así, a la pregunta sobre cuándo perdieron la humanidad, Jeremías responde: «El día que pisamos un tribunal por primera vez. Puede que antes, cuando decidimos que la justicia estaba por encima de los sentimientos». Frase en la que resuena el Camus que, entre la justicia y su madre, aseguraba elegir a su madre. O también Jeremías, «cuando el fin justifica los medios, significa que algo empieza a oler a podrido».
El dinero y el poder que conlleva, con su capacidad de comprar voluntades y hacer que la gente traicione, algo que hacen varios personajes, es otro aspecto de la novela. Frente a ellos, la destrozada, alcohólica y lúcida Marta Praena sostiene que «el que no sabe vivir se cree que con dinero puede comprar una falsa seguridad; el problema es precisamente ese: que es falsa».
Un personaje desencantado afirma: «He perdido la fe en el ser humano. Pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, me da por disimular y hacer como si aún tuviera esperanza». Y, puesto en la tesitura de comprometerse y declarar contra su antigua empresa, decide hacerlo. «Porque es lo correcto. Y porque creo que les estoy ayudando a enfrentar sus fantasmas. A ellos. Y a usted». Cuando el abogado de la multinacional hace un brillante alegato presentando los logros y méritos de las farmacéuticas, es una forma sorprendente de darles voz, de dejar en el aire cierta ambigüedad que, desde luego, enriquece a la gran novela que es La rebelión de los buenos. Y es que, como piensa Jeremías ante la locura de que la inteligente y pacífica Ana María haya podido enamorarse de un maltratador, «los seres humanos somos una caja indescifrable de enigmas».
La primera novela negra de Roberto Santiago, Ana, fue traducida a varios idiomas y se convirtió en la serie de televisión Ana Tramel, estrenada en TVE y en Netflix. Con esta segunda, La rebelión de los buenos, ha obtenido el Premio de Novela Fernando Lara 2023. Ha sido el creador de la colección juvenil Los Futbolísimos, un fenómeno literario que ha vendido más de cinco millones de ejemplares en una veintena de países y ha sido adaptada al cine. Ha publicado varias sagas de misterio y aventuras que han sido distinguidas por sus valores para los lectores más jóvenes, entre ellas, Los Once, Las Princesas Rebeldes o Los Gamers Piratas. Y por el conjunto de su obra literaria infantil y juvenil ha sido galardonado con el Premio Cervantes Chico. Recibió una nominación al Goya al mejor guion adaptado por El penalti más largo del mundo y también ha obtenido diversos premios teatrales, como el Enrique Llovet o el PremioTelón, por sus obras originales: El lunar de Lady Chatterley o Share 38.
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