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Foto del escritorViolant Muñoz i Genovés

La violencia está, literalmente, en nuestro ADN.





LA HUELLA DEL MAL de Manuel Ríos San Martín, publicada por Planeta


La huella del mal, una de las novelas policíacas más atípicas del actual panorama español. Y lo es porque su autor, Manuel Ríos San Martín, combina una historia de temática contemporánea con una ambientación no ya histórica, sino prehistórica.


Estamos en 2018, en la excavación arqueológica de Atapuerca (Burgos), y unos adolescentes se cuelan en una cueva repleta de reproducciones humanas que imitan los enterramientos de los primeros homínidos. Uno de los chavales quiere hacer reír a sus amigotes –y, de paso, grabar un vídeo–fingiendo que copula con un maniquí que representa a una hembra muerta, y cuando se acerca y la toca descubre que se trata de una chica de verdad. El cuerpo se encuentra en posición fetal, totalmente desnudo, con los labios amoratados por culpa del veneno con el que ha sido asesinada, y a su alrededor hay, además de varios objetos de

carácter simbólico, un pigmento de color rojizo.


Al igual que los verdaderos restos de enterramientos hallados en la excavación, el cuerpo se encontraba desnudo, en posición fetal y con una serie de ofrendas a su lado: collares, vasijas y semillas.


La policía no tardará en descubrir que se trata de Eva Santos, una chica de 22 años que, según desvelarán investigaciones posteriores, sentía fascinación por los usos y costumbres de los primeros homínidos, hasta el punto de querer comportarse como ellos, pintarse el cuerpo, cazar con sus propias manos, tener sexo brutal. Sentirse, al menos durante un rato, como si fuera una auténtica neandertal. Pero los guardias civiles que se personan en el centro arqueológico, así como el juez que instruye el caso, no tardarán en descubrir algo más: el crimen se parece tremendamente a otro que se cometió hace ahora seis años (2012) en la cueva de El Sidrón (Asturias). En aquella ocasión, la muerta era Teresa Yaner, otra veinteañera cuyo cadáver también apareció en posición fetal, con ofrendas a su alrededor e indicios de haber sido envenenada. La investigación de aquel entonces señaló como sospechoso principal a Carlos Béjar, un taxidermista que, cuando se vio cercado por la policía, desapareció del mapa. Desde entonces, se desconoce su paradero.


La similitud entre el asesinato de Atapuerca y el crimen de la cueva de El Sidrón hará que el juez ordene que el caso sea asignado a la misma inspectora de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV) que lo llevó en aquel entonces: Silvia Guzmán. Para investigar el caso actual, la inspectora tendrá como compañero a un joven –y perspicaz– agente que ansía un caso complicado para demostrar que es capaz de aplicar en la práctica lo aprendido en la Academia: Rodrigo Ajuria. Pero el juez le impondrá a un tercer ayudante: Daniel Velarde. Se trata de un expolicía reconvertido en jefe de seguridad de una petrolera que, hace seis años, participó en la investigación del crimen de Asturias y que mantuvo una relación sentimental con Silvia, de la cual todavía hoy quedan rescoldos no solo amorosos, sino también trágicos, ya que entre los dos policías ocurrió algo que jamás olvidarán.


Lógicamente, el asesinato de Eva Santos despierta todos los fantasmas de Niebla, el pueblo (ficticio) de los alrededores donde los investigadores centrarán su investigación. De hecho, la lista de sospechosos no tardará en crecer de un modo exponencial: el novio de la víctima (Adrián Laguna) no quiere dar detalles sobre cierto viaje que hizo con su pareja a Tailandia poco antes de que fuera asesinada; el hermano de la fallecida (Gabriel Santos) es un chico extraño, aquejado de un trastorno psiquiátrico, que no está muy dispuesto a hablar sobre las relaciones incestuosas que mantuvo con la fallecida; el camello de la comarca (Domingo Sánchez, alias Keta) tampoco quiere aceptar que, pocas horas antes de su muerte, vendió drogas a la víctima a cambio de sexo oral; uno de los jóvenes arqueólogos de Atapuerca (un noruego llamado Galder Vinter) tardará demasiado en reconocer que, hace seis años, también trabajó en la cueva de El Sidrón; una de las grandes amigas de la fallecida (por todos conocida como Khaleesi) huirá del municipio tan pronto como se entere de que la policía está interrogando al entorno inmediato de la víctima; y así todo un elenco de personajes que convertirán la localidad de Niebla en un escenario donde, realmente, la bruma lo cubre todo. La bruma de la mentira.


Pero lo más sorprendente ocurrirá cuando las pistas lleven a los investigadores a descubrir la obsesión de un grupo de jóvenes por la vida en la prehistoria: «Quería sentir o que ellos sintieron. El frío, el calor, el miedo, la violencia, el sexo...».


Todos han participado en un programa ofrecido por la organización de Atapuerca llamado «Perdidos», que permite a los visitantes la experiencia de vivir como si fueran neandertales durante unos días en una zona acotada del recinto. Allí pueden encender fuego de un modo artesanal, pasar una noche en el bosque a la intemperie, aprender a disparar con arco... Por desgracia, algunos de los participantes necesitan más: quieren cazar bisontes, probar carne cruda, tener sexo grupal e incluso practicar el canibalismo.


“…Es una actividad organizada que dura cuatro días (...). Es una inmersión total en la prehistoria a la que no se pueden llevar móviles, ni siquiera reloj. A los que vienen les enseñamos a construir sus propias herramientas, a encender fuego, a curtir pieles, rastrear piezas. (...). Intentamos recuperar valores del pasado olvidados en nuestra sociedad…”


En la nota introductoria, Manuel Ríos San Martín advierte de que La huella del mal transcurre en la provincia de Burgos, concretamente en las excavaciones del yacimiento de Atapuerca,  así como en los pueblos colindantes. Pero también señala que todos y cada uno de los personajes son ficticios. Se sobreentiende que este  aviso pretende dejar claro que los trabajadores  de los dos yacimientos de los que se habla en la novela no guardan ninguna relación con los empleados reales de esos lugares. De igual modo, la localidad de Niebla, donde transcurre gran parte de la acción, es inventada. Lógicamente, la escenografía más llamativa de La huella del males Atapuerca, yacimiento arqueológico que el autor describe con todo lujo de detalles, demostrando en cada página la amplísima documentación que ha tenido que manejar para escribir la novela.


Guiados por la estudiante, los policías avanzaron por el Camino del Pajarillo entre las paredes del cortado que había abierto la empresa inglesa The Sierra Company Limited a finales del siglo xix, según les iba explicando la chica a modo de guía turística. El aspecto de la trinchera era sobrecogedor. Un tajo en la montaña de roca caliza de un kilómetro de largo, con más de veinte metros de alto, por unos cinco o seis de ancho dependiendo de la zona.


“…En este pequeño hábitat está contenida una gran parte de la historia de los homínidos durante más de un millón de años. Las muertes, pero también las vidas, los sentimientos y las frustraciones de que fuesen capaces según su grado de inteligencia– explicó con cierto dramatismo. ..”


Pero eso era algo que no pasaría a la historia. Solo los huesos, los instrumentos que usaron, el periodo geológico en el que fueron enterrados. Del sufrimiento que pasaron o de lo que los hizo felices no quedaba rastro. ¿En qué época el hombre comenzó a hablar de felicidad? ¿En qué punto de la evolución empezó a existir ese concepto?


Pero Manuel Ríos San Martín no suelta toda esta información de golpe, prefiriendo racionarla a lo largo del texto y, en ocasiones, convertirla en diálogos o descripciones que facilitan su asimilación.


A trescientos metros de la Trinchera del Ferrocarril y antes de que la pista confluyera con el antiguo trazado del tren minero, se podía girar a la izquierda por una vereda hasta la boca de entrada de la Cueva Mayor, donde se encontraba la Sima de los Huesos, uno de los lugares más emblemáticos de la sierra de Atapuerca. En 1976 encontraron allí los primeros huesos de homínidos de toda la zona, de más de 400.000 años de antigüedad. La excavación confirmó que se trataba de una acumulación intencionada de al menos veintiocho individuos de diferentes edades en los que se ha encontrado ADN mitocondrial. Y todavía quedaba por excavar un tercio del depósi.


Para evitar que los lectores puedan confundir realidad y ficción, el autor ha decidido inventar un municipio, Niebla, en el que vive la mayoría de los personajes y en el que transcurre el grueso de los acontecimientos. Con todo, este pueblo presenta las características típicas de las localidades burgalesas cercanas al yacimiento de Atapuerca.


Desde el helicóptero divisaban ya la escarpada roca de caliza de más de setenta metros de altura sobre la que estaba construida la pequeña localidad de Niebla, con la iglesia de un primitivo estilo gótico coronando la punta más elevada. Todavía conservaba su estructura medieval claramente defensiva. Los peñascos dibujaban caprichosos relieves en el barranco, entre los que luchaban por subsistir algunos arbustos. El pueblo era estrecho y largo, con una única calle en el centro y dos hileras de casas construidas con toba y madera que daban a ambas caras del riscal, fusionándose con él. En la ladera se extendían un buen número de viviendas que formaban la parte más moderna.


De igual modo, el autor también ubica parte de la novela en la cueva de El Sidrón (Asturias), donde imagina otro asesinato cometido seis años antes del presente de la novela. Y, lógicamente, no pierde la ocasión de explicar los orígenes de ese otro yacimiento arqueológico:


Descubierta en 1994, en la cueva de El Sidrón se han encontrado hasta trece individuos de la especie neandertal, de 50.000 años de antigüedad: siete adultos, tres adolescentes, dos jóvenes y un niño, todos ellos descarnados, lo que apuntaría a la antropofagia


Pero La huella del mal no es tan solo una novela policíaca que fascinará a sus lectores por el engranaje que une cada una de sus piezas, sino también una historia en la que se reflexiona sobre la evolución (también moral) del ser humano desde la prehistoria hasta nuestros días.


La violencia, el sexo, el altruismo, la empatía, el miedo a la muerte y otras características de nuestra condición humana se convierten en esta novela en elementos de discusión filosófica de no poco calado.


El autor introduce cada uno de esos temas con una pericia asombrosa, provocando algunas conversaciones fascinantes entre los protagonistas deLa huella del mal. Especialmente notables son los debates en torno a la posible bondad o maldad del ser humano en su naturaleza, que saca a relucir a filósofos tan importantes como Hobbes y Rousseau.


Pero, al mismo tiempo, Manuel Ríos San Martín va comparando situaciones del presente y del pasado que, pese a los miles de años que separan a unos seres humanos de otros, no se han visto demasiado alteradas. En este sentido, el miedo a la muerte es uno de los hechos que no parecen haber cambiado demasiado.


“…La muerte les suscitaría muchos interrogantes a esos primeros homínidos (...), probablemente les sobrecogiera y les hiciera plantearse preguntas angustiosas para su inteligencia. Aunque, en realidad, esas cuestiones siguen siendo igual de terribles para nosotros ahora. El miedo a la muerte y a los muertos no es exclusivo del hombre prehistórico…”


Lógicamente, este miedo a la muerte derivó en la creación de la religión, que en esta novela se convierte en un objeto de análisis que aporta datos francamente interesantes, demostrando que el autor se ha documentado de un modo extraordinario.


“…¿Desde cuándo cree el hombre en el castigo divino? ¿Desde cuándo cree en Dios? (...). Es difícil de precisar (...). Por ejemplo, podemos hablar de arte paleolítico desde el 30.000 antes de Cristo, aproximadamente. Hay quien se remonta a hace más de 100.000 años con los neandertales, en el Paleolítico Medio. Pero es más evidente con la llegada del sapiens(...). Si la especie es autoconsciente y eleva esa conciencia a arte, la religión está muy cerca. El cerebro estaría preparado para dar ese salto. Pero las religiones más desarrolladas no surgirían hasta hace 9.000 años, en el Neolítico, con el asentamiento en un territorio y el crecimiento demográfico. Más gente conviviendo, más normas de conducta. Tiene lógica (...). Esos hombres utilizaban las cavernas como santuarios, en ocasiones pintaban muy lejos de la entrada, en lugares de difícil acceso. Y teniendo en cuenta lo complejo de la vida del hombre prehistórico, no resulta lógico que empleasen tanto tiempo en pintar si no le vieran un fundamento mayor, si no creyesen que los podría ayudar en la siguiente cacería, por ejemplo…


Pero si hay un tema que destaca por encima de los demás, sin duda, es el del origen de la violencia. A lo largo de toda la novela, el autor nos va mostrando las evidencias científicas que demuestran –o descartan– la existencia de una violencia inherente a la condición humana. El hecho de que se hayan cometido asesinatos desde el origen de los tiempos –como queda probado gracias a los restos humanos hallados en Atapuerca, algunos de los cuales tienen fracturado el cráneo como consecuencia de golpes intencionados– incita a pensar en una necesidad de matar que todavía hoy no nos ha abandonado. Como dice uno de los personajes:


“…La violencia es fruto de la selección natural, contribuyó a traernos hasta aquí, aunque ahora nos avergoncemos de ella y no sepamos bien cómo manejarla. Pero la violencia está, literalmente, en nuestro ADN…”


En la novela también se aborda uno de los temas más tabús de nuestra historia: el canibalismo. Y se establecen similitudes entre la práctica de la antropofagia en el origen de nuestro tiempo y en la actualidad, que también ha ofrecido algunos ejemplos francamente espeluznantes, como el del dictador ugandés Idi Amin, el del carnicero de Rostov o el vampiro de

Brooklyn.


Con todo, también se han encontrado indicios de que la empatía ya existía en la prehistoria y de que los seres humanos, ya en sus estados primigenios, cuidaban los unos de los otros.


Los neandertales ya cuidaban de los suyos, por ejemplo cuando se rompían una pierna. Lo sabemos porque hemos encontrado huesos con heridas graves que han cicatrizado. Eso significa que la tribu se ocupaba de sus enfermos, los protegía, aunque durante un tiempo fuesen una carga para la comunidad. Pero esa misma tribu que cuidaba a los suyos practicaba el canibalismo y devoraba niños. Cosa que también hacen los chimpancés con las crías de los grupos con los que compiten por los recursos. Y en España tenemos ejemplos de eso en la cueva de El Sidrón.


Y no solo se cuidaban entre sí, sino que también concebían la sexualidad como una diversión y no como un mero instrumento de procreación:


“…Podríamos decir que hace 40.000 años el ser humano ya concebía el sexo más allá de la procreación y veía la vulva como una fuerza digna de ser adorada. Tenemos mucho que aprender de ellos, ¿no crees? La sociedad actual todavía considera que la vagina es la ausencia de pene y el varón es la medida de las cosas.Se deslizaron como si de un tobogán se tratase hasta caer con delicadeza en la Galería del Sílex. Iban nerviosos, precipitados. Sin hablar. Tan solo iluminando el camino con los frontales de sus cascos. La galería era larga, de quinientos metros de longitud por unos diez de ancho y con una altura máxima de quince metros. Con estalactitas caprichosas, algunas de las cuales colgaban como dientes de dragón amenazantes, mientras otras se habían unido a las estalagmitas y entre ambas conectaban el suelo con el techo de la cavidad mediante columnas espectaculares. Se detuvieron en el lugar escogido por Inés sin prestar atención a su riqueza arqueológica. –Aquí –solo acertó a decir Inés echándose en brazos de Daniel y besándolo con atrevimiento. Los cascos de ambos cayeron al suelo iluminando con sus haces las paredes de la cueva, pero dejando en penumbra sus cuerpos…”


En mi opinión, el autor consigue aunar de manera magistral una ficción que atrapa al lector desde las primeras páginas, intercalando dos escenarios distintos y separados en el tiempo con una investigación trepidante con giros inesperados, sin dejar de lado la evolución personas de los personajes principales: Daniel Velarde y Silvia Guzmán.


Gracias a su basta investigación, consigue dar clases de historia sin que resulten pesadas, y consigue con sus disertaciones filosóficas sacudir más de una conciencia.


Estamos ante la primera novela del que será uno de los autores destacados del panorama literario nacional.


El autor,Manuel Ríos San Martín(1965) es licenciado en Ciencias de la Información y ha trabajado en importantes productoras de televisión como Globomedia, BocaBoca y Diagonal, en las que ha ejercido de productor ejecutivo, director o guionista de diversas series y miniseries de televisión. Ha participado, entre otras, en Médico de familia, Menudo es mi padre, Compañeros, Mis adorables vecinos, Soy el solitario, Raphael, Rescatando a Sara o Sin identidad. Ha coordinado y coescrito el libro El guion para series de televisión y es autor de la novela Círculos. Ha dirigido el largometraje No te fallaré. Actualmente trabaja con la productora BTF Media, para la que está desarrollando un biopic sobre el cantante Joaquín Sabina que dirigirá Fernando León de Aranoa.


La huella del mal es su proyecto más personal.


Publicada el 10 de julio del 2019 en "Peregrinos y sus letras"

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